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"Duermientes vigilantes de calles olvidadas, vestigios transparentes de una sociedad ensimismada".
Un
tope para mí siempre ha sido un ejemplo de retraso, un sargento rígido y
sin consideraciones que no confia en nuestra educación o la buena voluntad. Hay
tres o cuatro separados por menos de 10 metros en una misma calle y
me pregunto: ¿Qué tragedias habrá vivido ese vecindario para aplicar tal rigor
a sus visitantes? o peor aún, tal vez ya olvidaron porque los pusieron ahí.
De
mí casa al trabajo he diseñado una ruta que no tiene que ver con tiempos,
semáforos o baches; sino con topes, y transitarla me hace sentir en el primer
mundo, donde el órden existe porque las reglas se aplican y no necesitan de
testarudos obstáculos que me hacen brincar en el asiento y golpean la suspensión
de mí automóvil.
Los
hay negros, amarillos o una combinación de ambos, otras veces están desnudos y
se aparecen como sorpresivas rampas de velocidad que te hacen mentar la
madre.
He
llegado la conclusión de que los topes son reminiscencias de una libertad
coartada, soportados por una indiferencia colectiva, sin otro propósito más,
que la costumbre de instalarlos.